Expansión del cristianismo en el siglo II
El emperador Adriano murió
en 138 y lo sucedió Antonino. Fue un emperador bondadoso y humanitario que
extendió e intensificó la política de suavidad con los cristianos, facilitando su expansión. El
periodo que se extiende desde el reinado de Adriano hasta mediados del siglo
III presenció la transformación de la secta en Iglesia, es decir, en una
institución con peso en la vida social, política y cultural de su tiempo.
Durante largo
tiempo el cristianismo fue una religión
urbana, pues la población agrícola, conservadora y aislada de las nuevas
corrientes de pensamiento, se mantuvo aferrada a sus viejas costumbres. De
hecho, la palabra "pagano", usada para identificar a quien no era
cristiano y que creía en alguna religión nativa, deriva de una palabra latina
que significa "campesino", el que vive en el "pagus" o
aldea. Aunque la gran mayoría de creyentes eran del proletariado urbano e
inculto, el cristianismo también se difundió en cierta medida entre la gente
culta y hasta algunos filósofos se convirtieron al cristianismo, como Justino,
cuyos escritos llegaron a los emperadores Adriano y
Antonino, impresionándolos favorablemente y ayudando a que mantuvieran
su política de tolerancia con el cristianismo.
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La pesta azota al imperio romano en el año 166 |
Pero las
persecuciones, que habían prácticamente desaparecido durante los reinados de
Adriano y Antonino, volvieron durante el gobierno del emperador Marco
Aurelio. En el año 166 se desató una
epidemia de peste, posiblemente viruela, traída del oriente por los soldados
que combatían en la guerra contra los partos. La peste se extendió por las provincias,
muriendo millones de personas y reduciendo notablemente la población de Roma y
de todo el Imperio, debilitándolo económica y militarmente. Los cristianos
dijeron que la peste era el castigo de Dios por todos los pecados de los
paganos, ante lo cual el populacho acusó a los cristianos de tener la culpa de
la peste, exigió venganza y se inició un nuevo período de persecuciones. Marco
Aurelio era un emperador filósofo, tal vez el más conocido de los filósofos
estoicos, y desaprobó tal persecución en principio, pero había poco que pudiera
hacer para controlar muchedumbres enloquecidas.
Hacia finales
del siglo II, la nueva religión ya no podía ser ignorada. Se destacaba de las
demás religiones por la nobleza de sus ideales, la conducta de los adeptos, la
negación del politeísmo y el rechazo de los cultos humanos. En realidad, el
cristianismo parecía tener algo que agradaba a todo el mundo. La crucifixión y
resurrección de Jesús, y los ritos con que se conmemoraban estos sucesos,
recordaban las religiones mistéricas. Al anunciar la igualdad de todos los
hombres ante Dios, tuvo la mayoría de sus prosélitos entre los que la sociedad
humillaba, los pobres y los esclavos. La promesa de la vida eterna y la
inminencia del Juicio Final y del retorno de Jesús causaba una impresión
irresistible en los espíritus de quienes
escuchaban a los predicadores. La vida
en la Tierra solo era un ensayo temporal para someter a prueba los merecimientos
de cada uno para la existencia real junto a Dios. El cristianismo ofrecía
esperanza y consuelo a quienes sufrían las dificultades de la vida y el peso de
sus pecados; a los creyentes los liberaba del temor a la muerte. La doctrina de
la caridad y de la no violencia atraía
especialmente a las mujeres y la figura de María, la madre de Jesús, brindaba
un suavizante toque femenino. Las costumbres cristianas eran austeras como las
de los estoicos. En verdad, el cristianismo tenía una flexibilidad que el
judaísmo nunca tuvo. Cuando el cristianismo se difundió entre personas que no sabían
nada del judaísmo pero mucho sobre sus propias costumbres paganas, el nuevo credo adaptó a sus propios
fines la filosofía griega y las costumbres paganas.
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